Cómo afear una ciudad





Existía en la calle Victoriano Salado Álvarez número 11 de Guadalajara, en una colonia nacida en el promisorio desarrollo urbano de un país en desarrollo de los años 40 del siglo pasado, un interesante mosaico de corte geométrico abstracto. El mosaico servía, se puede decir, de fachada de una de las dos casas que formaban una unidad interesante de la arquitectura racionalista de entonces en donde se hacía patente la aspiración de la llamada integración plástica entre arquitectura, pintura, escultura y artes decorativas. No sé si la otra casa tuvo en algún momento un mosaico semejante.
El mosaico que aparece en las fotos, era sin duda un bondadoso regalo a la ciudad porque era público en la medida que servía de referencia, de hito particular para una colonia. Sobra decir que el diseño y la obra misma, realizada con miles de pequeñas téseras de cerámica, representaba una época plástica perfectamente definida y que corresponde a los años cuarenta y cincuenta del siglo XX. No puede evitarse la referencia formal a Carlos Mérida, ni a toda una corriente formal de aquellos años cuando la arquitectura se abría a la sociedad de manera muy definida. No hay en Guadalajara prácticamente ninguna referencia pública a esta corriente de integración plástica, no sé si porque esta ciudad siempre ha sido apática en esos menesteres, o porque simplemente ha desaparecido mucho de lo que en algún momento sí surgió en la Ciudad de México y que aún hoy es posible ver y disfrutar como un arte público al que Guadalajara se ha resistido siempre.
Una lástima y sin duda una pérdida lamentable para la ciudad. Parecería una minucia, una anécdota más para el cúmulo de daños que se le infringen a esta pobre ciudad. Es una minucia. El problema es que esa minucia resulta sumarse a tantas ofensas que ya la ciudad ha padecido, desde González Gortázar, Díaz Morales, Flavio Romero de Velasco con su Plaza Tapatía, Zambrano Villa con la demolición de la Escuela de Música, Petersen y Juan Palomar con la estupidez de la frustrada Villa Panamericana y todo lo que a diario se acumula para hacer de Guadalajara un espacio urbano mediocre, imitativo, sempiternamente segundón.
Es evidente que para hacer esas obras se solicita una licencia en Obras Públicas locales; sin embargo, si eso remotamente ocurrió (recuérdese que nada se hace bajo la ley en un país fallido o sin democracia funcional), debería de castigarse al funcionario que lo solapó. Es evidente que es un burócrata ignorante de los más. Pero aún más: ¿qué tendremos al final de esas obras utilitarias? Una cochera para otros dos autos. Un jardín menos. Un árbol menos también, pues aunque aún no lo derriban, es probable que la galeana que ahí está aún, desaparecerá.
Todo lamento, toda tristeza se queda sin palabras. Lamentable y condenable. Pero nada, de seguro, pasará. Pronto mostraré en este espacio los resultados.
Por lo pronto esto era el viernes.

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