Cómo joder una ciudad


No estoy tan seguro que haya muchos lugares en el mundo en donde la estulticia se aplique de manera tan realista como en Guadalajara, México. Desde la fundación de la ciudad, sus habitantes habían sobrevivido en forma más o menos somnolienta, tranquila, pausada, con enorme dignidad, con esa pausa que la lejanía de los vendavales hace que las ciudades apenas manifiesten su vida al mundo entero que las rodea. Pero cuando apareció el deseo innatural de intentar ser modernos (ser otros, al fin), ser el foco de las miradas externas, ser la "perla de occidente" o
la "ciudad de las rosas", creo que a partir de entonces la cosa se jodió. Se jodió porque apareció una aspiración innoble de querer ser lo que no se es; un afán por pertenecer a un mundo que no existe; una ceguera llamada urbanismo "moderno" que llegó de la mano de dos personajes que deberían ser considerados los verdugos de la ciudad de Guadalajara de Indias fundada en 1542 en el Valle de Atemajac.

El primer verdugo fue un gobernante convencido de querer la modernización de la ciudad: tenía una idea de modernidad muy de su época, es decir, creía que en la medida que la ciudad se semejara a las grandes urbes reconocibles del mundo, en la medida que las imitara en forma subalterna, en esa medida sería una ciudad digna de ese nombre. Ese gobernante se llamó Jesús González Gallo. Pero él sólo era político, esto es, sólo podía poner por delante la contundencia de sus decisiones, su poder de decisión por encima de cualquier cosa. Así que mal aconsejado (o bien aconsejado, depende cómo lo vean), se hizo asesorar por un arquitecto que con muy buenas intenciones, pero con una mente muy limitada, le indujo a decidir sobre cómo destruir la ciudad. Ese arquitecto, en realidad ingeniero, era Ignacio Díaz Morales, a quien el
gobernante dio fiat para que hiciera lo que se viniera en gana y el único problema es que en ello se equivocó de manera fatal.

Entre las cosas que hizo Díaz Morales fue la fundación de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Guadalajara, universidad pública local. Esa no es una de las cosas cuestionables de su vida. Pero también se dedicó a asesorar en materia urbana al gobernador González, a quien convenció de demoler las antiguas calles del centro de la ciudad para ampliar las calles y darle paso a su majestad el automóvil: así, se abrieron (como una operación quirúrgica digna del doctor Frankestein), la Avenida Juárez-Mina y las avenidas Alcalde-16 de Septiembre. Pero no sólo eso, además se ampliaron muchas otras y, encima de todo, la cereza del pastel de la orgía urbanística, se construyó la Cruz de Plazas (1945-1948), que consistió en la creación de espacios abiertos que, vistos desde un helicóptero (entonces no existían en México sino quizás unos cuantos), podrían simular la forma de una cruz, ese "símbolo con el que venceremos", el signo de la sociedad católica tapatía.


Luego vinieron los émulos de las geniales ideas de Díaz Morales, los autores (y cachorros de la Revolución), de la Plaza Tapatía (1979-1981) que, inspirada por el mismo cretino de Díaz Morales, inició la destrucción de edificios y tejido urbano de manera verdaderamente ridícula: replicaba el ejemplo de la Cruz de Plazas con sus destrucciones y falta total de respeto por el pasado digno de la ciudad, y asimismo "modernizaba" a la ciudad de su atrasado pasado lleno de monumentos históricos y de calles fundacionales. En el discurso de los nuevos urbanistas, estaba, desde luego, el argumento de la paternidad del genio del urbanismo, Díaz Morales, quien regresando de Europa en su viaje para enganchar arquitectos que quisieran venir a Guadalajara a fundar una escuela de arquitectura, descubrió que no había mejor urbanismo que el bombardeo de las ciudades, como el que presenció en la recién bombardeada Europa de la Posguerra. Esa receta, la de la destrucción, la aplicó el egregio Díaz Morales pero sin blitz ni declaraciones de guerra innecesarias. La destrucción fue la que él mismo llevó a cabo a punta de pico y marro. De ella surgió la ciudad "nueva", con grandes avenidas, plazas y modernos edificios (algunos de ellos asignados a su despacho profesional, claro, porque no había muchos arquitectos competentes en la ciudad), y por supuesto, con los sueños por delante.

Los sueños (o las pesadillas), se concretaron desde entonces. Luego siguieron otras linduras urbanísticas, promocionadas por los herederos de las fortunas y las glorias de aquellos tiempos. Entre ellas, la fallida (¡qué lástima!), Villa Panamericana en las inmediaciones de La Alameda, la vieja isla del Río San Juan de Dios, que pretendía continuar la más pura tradición de la estupidez a la manera ahora recargada, (como se dice, reloaded), de las aventuras urbanas de los 40's y 50's del siglo pasado. Petersen el presidente municipal, y Palomar, el inteligente promotor de ese proyecto de destrucción se dieron cita puntual para lograr lo que hoy por fin es: una bella suma de lotes baldíos en espera de gente con ideas que puedan llenarlos y resolver el problema que los baldíos provocan en la ciudad, como una boca sin dientes. De seguro habrá inversionistas voraces esperando la oportunidad, pero de nuevo la actitud ratonera local mostrará con gran claridad lo que el espíritu tapatío no ha podido cuajar en casi ya un siglo de mediocridades.

No obstante todas las desgracias, en los últimos años, no más de cinco, han surgido organizaciones sociales que son producto del hartazgo en que la incapacidad de los gobernantes locales frente a los retos de la ciudad nos han sumido. Ciudad para todos, Asamblea de Colonias y muchas otras que buscan neutralizar la incapacidad de hacer ciudad de los gobernantes y burócratas actuales. Por lo menos, esperanzas hay.

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