Viaje a la memoria

Muchas cosas pueden pasar pero no se cuentan o, en el mejor de los casos, prefiere uno mejor no contarlas demasiado por aquello del choteo, de la bufonada o porque simplemente no lo quiere uno recordar porque no se le da la gana. O porque de pronto, en el caso contrario, le da a uno cierto orgullo haber sido testigo de la historia, cualquier historia pero digna, éso sí, de ser contada, narrada, corregida y aumentada, que es el peor de los casos. O de situaciones que marcan ciertos nudos en la memoria que no lo abandonan a uno jamás.

Caso Uno, para el psi.
De entre mis primeros recuerdos lúcidos, de infante de la mano de mi padre por la ciudad de México, recuerdo con mucho las visitas a la casa del profesor Hilario Moreno, cerca del multifamiliar Juárez, o por ahí, mi memoria geográfica se desarrollaba entonces. El profesor Moreno tenía una familia muy simpática. Recuerdo a Pancho, recuerdo a sus otros hijos pero muy nebulosamente; pero sobre todo y por encima de todo recuerdo, y no he podido olvidar, a La Prieta. La Prieta era la onda, la Prieta era una belleza infantil adolescente mujer mujer... me enamoré de ella, pero ella no lo supo nunca. Y, ¿cómo se llamaba la Prieta? No lo recuerdo, pero sin duda se apellidaba Moreno y aunque en muchas ocasiones nos vimos, nunca pude declararle mi amor irredento, mi desvelo y mis sueños de infante aún no adolescente. Me parecía chocan
te que le llamaran La Prieta, porque en realidad no lo era, en realidad era blanca con trenzas 
oscuras, hermosas, morenita (además del apellido Moreno), no lo era. Lo peor del caso es que nunca me peló más allá de las normales afecciones de amigos tan cercanos. Por ahí apar
ece un apellido Uranga y Alejo Méndez, aparecen muchos otros personajes que se me borran, pero no se me borran las escenas de mi clandestinidad precoz: correrías nocturnas por las calles de colonias defeñas sirviendo de "alarma", para avisar a los que presurosos, y algo nerviosos, pegaban propaganda comunista en muros y postes en caso que apareciera un policía nocturno o un sospechoso.
Luego vienen los recuerdos de los existencialistas con depas en la Condesa o en la Roma o la Juárez, gente que pertenecía a la izquierda o a la "vanguardia" progresista universitaria de principios de los sesenta. Mi ingenua mirada sobre todos ellos y la escena nocturna que no se me borra: desde la ventana de uno de esos depas, una noche apareció en la calle un hombre con un perro pequeño que llevaba focos pequeños pegados al cuerpo, iluminado seguramente por baterías, un perro pequeño que meaba y caminaba con su ilu
minación protegido por su ingenioso dueño.
Las escenas infantiles se competaban al medio día por el trayecto desde la calle de Moneda hasta la Alameda, por Hidalgo, a la librería de mi padre. En ella también trabajaban alguno
s de los hijos del profesor Moreno. En la librería me aburría con ganas y por eso prefería irme a rentar bicicletas enfrente, en una glorieta interior de la Alameda que por dos pesos se paseaba uno media hora. Recuerdo las bicis, pero también los gatos que por manadas vivían en una bomba que estaba en las inmediaciones de esa glorieta de tierra, dentro de la Alameda. Per
o también recuerdo una imagen que me cautivó: una viejecita, que a pesar de sus años poseía unos ojos sorprendentes, grandes y bellos, daba de comer a los gatos y décadas después supe que se trataba nada menos que de Nahui Ollin, Carmen Mondragón, la maravillosa mujer que fue un hito en la historia de este país. De ella ya me he ocupado en este mismo blog.
Bueno, sólo buscaba desahogarme un poco de mis recuerdos infantiles pre adolescentes defeños que sin duda dejaron una huella profunda. 

Caso dos, para mí mismo.
Y resulta que hoy en la Rotonda de los jaliscienses ilustres estaban haciendo homenaje al gorila del 68, el general García Barragán, gracias a quien yo mismo estuve a pun
to de morir en Tlatelolco en aquel memorioso año. No puedo aceptar las razones que se esgriman para hacer estos homenajes a personajes realmente tristes para la historia de México. Pero bueno, ahí estaba toda la parafernalia oficialista, llena de genuflexiones y de tacuches pasados de 
moda... un acto militar, con acarreados de escuelas primarias, secundarias... en fin, la misma absurda vida oficialista local. Pronto, espero que para octubre, regresen las tradicionales pintas 
de rojo en su percudida escultura, que no se han hecho esperar en las ocurrencias de muchas personas de esta ciudad tan alejada de la crítica más elemental. Esto no es justamente memoria, pero no deja de llevarme al recuerdo de los días en Tlatelolco en que un hilo delgado me separó de una segura muerte al salir corriendo de la Plaza de las Tres Culturas aquel 2 de octubre de 1968. Gato, un recuerdo... ¿a cuántos no volvimos a ver ya nunca más?



Tlatelolco, SRE y yo. Foto de Sergio León Salazár

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